El fundamento ético de los principios del Derecho del Trabajo: reflexiones necesarias en el contexto actual
Ethical basis of the principles of labor law:
necessary reflections in the current context
Sergio Quiñones Infante*
Miembro de la SPDTSS
Correo electrónico: sergio.quinones@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0001-9681-5084
“La concepción de la Ética como fundamento de los derechos humanos, la noción de los derechos humanos como mínimo común denominador de una Ética universal, y la universalidad del Derecho de los derechos humanos (…) constituyen una cadena conceptual coherente que liga férreamente Ética y derechos.”
Oscar Ermida (2005)
Resumen: Con el presente artículo propongo retomar un debate tan antiguo como relevante para la ciencia jurídica laboral: el vinculado al fundamento ético del Derecho del Trabajo -en general- y de los principios que lo inspiran y orientan -en particular-. Mi objetivo es doble: de un lado, recapitular las principales líneas teóricas que ya han abordado esta materia y, con ello, resaltar la urgente necesidad de explicitar, fortalecer y visibilizar las nociones éticas que brindan el soporte y validez a las principales instituciones del Derecho del Trabajo; y, de otro lado, pretendo actualizar el debate en cuestión en función de algunos de los retos éticos más importantes que nos plantea el mundo del trabajo en la actualidad.
Abstract: With this article, I intend to reopen a debate that is as old as it is relevant to labor law: the one related to the ethical foundation of labor law -in general- and the principles that inspire and guide it -in particular-. Mi objective is twofold: on the one hand, to recapitulate the main theoretical lines that have addressed this subject and, thereby, highlight the urgent need to explain, strengthen, and make visible the ethical notions that support and validate the main institutions of labor law; and, on the other hand, I aim to update the debate in question based on some of the most important ethical challenges facing the world of work today.
Palabras clave: Ética, derechos fundamentales, moral, principios, trabajo decente.
Key words: Ethics, fundamental rights, morals, principles, decent work.
Recibido: 18/08/2025 Aceptado: 08/09/2025 Publicado en línea: 03/11/2025
Sumario: I. Introducción. II. Marco teórico de referencia. 1. Precisiones en relación con la ética y la moral. 2. El vínculo entre la ética y el derecho. III. El fundamento ético de los principios del derecho del trabajo. 1. Los principios del Derecho del Trabajo. 2. Una propuesta conceptual: + ética + principios + normas. IV. Importancia de la reflexión ética en el mundo del trabajo actual. 1. ¿Por qué nuestro análisis jurídico no incorpora (casi nunca) la dimensión ética? 2. Conflictos éticos actuales (y algunos no tanto) en las relaciones laborales. V. Reflexiones finales.
I. INTRODUCCIÓN
La subordinación constituye el elemento esencial determinante para la existencia de una relación jurídica laboral y, a su vez, delimita el ámbito de aplicación del Derecho del Trabajo. Siendo vital su importancia, resulta paradójica la dificultad conceptual que reviste explicar su definición; sobre todo cuando se trata de una clase universitaria para la que -muy probablemente- sea la primera vez que escuche dicho concepto.
En años recientes de mi ejercicio docente he optado por abordar el análisis de la subordinación a partir de la formulación de algunas preguntas de “sentido común”, motivando con ellas que las respuestas del alumnado nos conduzcan -primero- al entendimiento práctico de la subordinación, y luego a un razonamiento inductivo que nos permita arribar a su definición teórica.
Preguntas tales como: ¿consideran normal u ordinario que una persona adulta y plenamente capaz no pueda disponer libremente de su tiempo?, ¿resulta normal u ordinario que a esa misma persona un tercero le diga qué hacer, a dónde ir o a qué hora almorzar casi diariamente?, ¿creen que es normal u ordinario que esa persona deba pedir permiso a un tercero para asistir a una cita médica o para viajar con su familia?
Como resulta lógico, el sentido común de mis alumnas y alumnos los conduce siempre a una misma y unívoca respuesta: no, no es normal ni ordinario que eso suceda. ¿La razón? Que todas esas situaciones “hipotéticas” que las preguntas plantean constituyen supuestos en que se vulneran flagrantemente los derechos de libertad y autodeterminación de la persona. Llegados a este punto de consenso, me resulta fácil que la clase entienda la idea de subordinación laboral al sustituir los términos: “persona” por “trabajador/a” y “tercero” por “empleador”. Pero la tarea no termina aquí.
Naturalmente, la pregunta que cae de madura es: ¿por qué el Derecho permite una limitación de tal magnitud a la libertad de algunas personas? La respuesta obvia, pero por ello incompleta, es porque el empleador “paga” un salario al trabajador. Si este análisis puramente contractual-patrimonial concluyera allí, habríamos equiparado a la persona con un bien cualquiera que puede ser objeto de una transacción comercial (una manzana, un automóvil, un inmueble o las acciones de una empresa).
Y es precisamente este momento del razonamiento en clase el que me parece trascendental para entender la real naturaleza del trabajo y del Derecho que lo regula; pues es aquí donde nos permitimos comprender que una trabajadora o un trabajador no son objetos intercambiables, que la fuerza de trabajo por la que “paga” un salario el empleador es indesligable de la persona (la fuerza de trabajo es la persona misma), y que el trabajo -a final de cuentas- no es una mercancía sino un derecho fundamental.
Así, siguiendo este razonamiento, llegamos en clase a la conclusión de que, siendo la subordinación laboral una situación anómala frente a la naturaleza libre y autónoma de los seres humanos, el Derecho del Trabajo no puede -ni debe- limitarse a una mirada formal, contractual o patrimonial, sino que necesita asumir premisas y perspectivas que reconozcan el valor humano del trabajo, las causas socioeconómicas que lo motivan, su influencia determinante en nuestra trayectoria de vida y en las dinámicas de la estructura social.
Por lo tanto, creo que enseñar (ejercer, juzgar, legislar) el Derecho del Trabajo debe suponer siempre y necesariamente hacerlo desde los valores en los que este se inspira y que aún persigue: la dignidad de la persona que trabaja, la igualdad material y de oportunidades para el trabajador/a y su familia, y -por supuesto- la justicia social.
En definitiva, se requiere “subir” un peldaño más que aquel en el que se ubica la norma legal positiva (contingente a las coyunturas políticas), colocarse en el plano de los derechos fundamentales que reconoce y garantiza el Estado Constitucional de Derecho, comprender los valores que lo inspiran, y llegar finalmente al fundamento ético que lo soporta y valida (y, por tanto, también al Derecho del Trabajo).
No soy filósofo, tampoco soy especialista en Filosofía del Derecho, pero en el presente artículo recurro a ellos para recapitular las principales líneas teóricas que han abordado el debate sobre al fundamento ético del Derecho y su vinculación con la moral.
Sobre esa base, resaltaré luego la urgente necesidad de explicitar, fortalecer y visibilizar las nociones éticas que brindan el soporte y validez a las principales instituciones del Derecho del Trabajo. Finalmente, actualizaré el debate ético en función de algunos de los retos más importantes que nos plantea el mundo del trabajo el día de hoy.
II. MARCO TEÓRICO DE REFERENCIA
Considero que un análisis idóneo y riguroso sobre el fundamento ético del Derecho del Trabajo y de los principios que lo inspiran debe tomar como punto de partida el extenso debate que se ha realizado en las últimas décadas en torno a lo que el profesor Félix Morales (2013) denomina un cambio de paradigma en el modo como entendemos el Derecho.
En efecto, Morales sostiene que desde la segunda mitad del siglo XX se han verificado diversos cambios en la práctica jurídica que han demandado un replanteamiento conceptual desde la Teoría General del Derecho que permita dar una adecuada explicación y justificación a dichas transformaciones.
En concreto, el autor señala que: “(…) la discusión ha girado en torno a la necesidad de superar el positivismo jurídico para asumir una concepción más idónea para los sistemas constitucionales actuales. Los principales cuestionamientos al paradigma positivista recaen sobre una de sus tesis definitorias: la separación conceptual entre el Derecho y la moral. A entender de sus críticos, una concepción que asume la separación conceptual entre el Derecho y la moral, resulta inadecuada para dar cuenta de sistemas jurídicos como los actuales, definidos por los elementos morales que reconoce” (Morales, 2013:5).
En suma, para el profesor Morales las tesis postpositivistas, constitucionalistas o neoconstitucionalistas que proponen un nuevo paradigma jurídico que supere el positivista se habrían orientado a desarrollar categorías conceptuales -como los principios jurídicos o la ponderación entre derechos- que enfatizan la dimensión moral y sustantiva de los Estados Constitucionales de Derecho.
Así, partiendo de este marco teórico de referencia y asumiendo como premisa los postulados del nuevo paradigma postpositivista, en los apartados que siguen pretendo retomar y refrescar algunas precisiones conceptuales respecto a las relaciones entre la ética, el derecho y la moral; para luego proponer una definición que explique e interrelacione las nociones de ética, principios del derecho y norma jurídica.
1. Precisiones en relación con la ética y la moral
Una de las teorías filosóficas fundacionales y más extendidas a través de la historia del pensamiento occidental es la Teoría de las Ideas o de las Formas de Platón expuesta en “La República”. Según esta teoría, la realidad material y observable a través de nuestros sentidos solo puede ser entendida mediante la comprensión racional de ideas o formas universales y abstractas; así, mientras cada “idea” es única e inmutable, las cosas materiales son múltiples y cambiantes, siendo solo unas “sombras” de esas formas ideales (la conocida alegoría de la caverna expuesta en el Libro VII de “La República”).
De este modo, para Platón, en el mundo perceptivo nuestros sentidos nos muestran una realidad engañosa, en la que las cosas observables no son sino sombras de las ideas y formas reales y fundamentales del mundo inteligible. A su vez, solo la razón y el entendimiento permiten al ser humano acceder a ese mundo inteligible de las ideas y las formas, que son universales y representan la verdadera realidad de las cosas en sí mismas.
Por lo tanto, desde la perspectiva platónica, las verdaderas y reales conductas éticas, buenas y justas, que se observan en el mundo perceptivo de nuestros sentidos solo pueden comprenderse e identificarse como tales en la medida en que existe la Idea de la Ética, de la Bondad y de la Justicia, como formas ideales en el mundo inteligible.
Posteriormente, Aristóteles marcará distancia de su maestro Platón, al postular en la “Ética a Nicómaco” que en el terreno de la ética la norma de acción o canon moral no debían ser las ideas absolutas y eternas del mundo inteligible, sino “la forma de comportarse de un hombre honrado y cabal” (1113a).
Así, la filosofía moral de Aristóteles -a diferencia de la de Platón- tiene por fin y sustento a la Virtud, entendida como el punto medio entre dos extremos o vicios, el de exceso y el de defecto. De ese modo, la virtud del valor constituye el punto medio entre el vicio de la cobardía (defecto de coraje) y el vicio de la temeridad (exceso de coraje).
Respecto a la ética aristotélica, Hans Kelsen destaca el esfuerzo por definir la idea de justicia o virtud mediante un método racional o cuasi científico, en contraposición a la teoría de las ideas abstractas y universales; pero, a la vez, sostiene que la ética de la doctrina del punto medio de Aristóteles “soluciona sólo en apariencia su problema, vale decir, el problema de saber ¿qué es lo malo?, ¿qué es un vicio? y, por ende, ¿qué es lo bueno? ¿qué es una virtud?. Así, pues, la pregunta ¿qué es lo bueno? recibe la respuesta de otra pregunta ¿qué es lo malo?: la ética aristotélica traspasa de este modo la respuesta a ese interrogante a la moral positiva y al orden social existente” (Kelsen, 2000:67).
Es interesante observar cómo, a partir de dicha crítica, Kelsen -padre del positivismo jurídico- descarta de plano cualquier esfuerzo por encontrar racionalmente una norma de conducta justa con validez absoluta que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta; y se adhiere, más bien, a la postura según la cual la razón humana únicamente puede concebir valores relativos, por lo que cualquier juicio de valor nunca podrá jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto y válido.
En ese sentido, afirma que, desde la perspectiva racional, “sólo existen intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses. Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos. Resulta imposible demostrar cuál es la solución justa. Dado por supuesto que la paz social es el valor supremo, el equilibrio representará la solución justa. De todos modos, también la justicia de la paz es meramente una justicia relativa que, en ningún caso, puede erigirse en absoluta” (Kelsen, 2000:78).
Hasta este punto de la explicación he recapitulado y sintetizado algunas de las nociones más relevantes y difundidas de lo que es la ética y la moral: (i) ética platónica como la idea abstracta y universal de lo bueno y lo justo con carácter absoluto; (ii) ética aristotélica como la virtud práctica de actuar conforme al punto medio entre dos vicios; y, (ii) ética como el equilibrio en la resolución de conflictos de interés que permita la paz social.
Si bien estas nociones asumen los conceptos de ética y moral como sinónimos, encontramos desarrollos teóricos posteriores que han hecho énfasis en la necesidad conceptual de diferenciar ambas nociones.
Así, por ejemplo, Andrés Richart sostiene que “la naturaleza de la agencia moral y el sentido de la ética presentan, por tanto, una distancia que imposibilita la reducción de una de las esferas a la otra. Mientras que el primer caso corresponde al campo de la ciencia, que versa sobre cómo es el mundo, el segundo corresponde al campo de la filosofía moral o ética, que versa sobre cómo debe ser, tratando de resolver el problema metacognitivo de justificación de la acción” (2016:861).
Entonces, siguiendo a Richart (2016), la moral sería una facultad de bases biológicas que refiere a la capacidad del homo sapiens de regular su conducta en torno a principios e ideas generales de lo que es bueno y justo; mientras que la ética es un proceso metacognitivo que busca justificar la acción mediante la reflexión en torno a cuestiones como el deber, la obligación, el bien o la justicia.
En esa misma línea, Fidel Tubino (2017) afirma que resulta natural y cultural al mismo tiempo el sentimiento que los seres humanos tenemos sobre lo malo y lo bueno, lo digno y lo indigno, lo justo y lo injusto; se trata de un sentimiento universal, porque es compartido por todos, y también de un sentimiento contextualizado, porque su contenido depende de la ética implícita a nuestras culturas de pertenencia.
Por su parte, Reynaldo Bustamante (2009) profundiza en la diferencia teórica de ambos conceptos y señala que la moral se refiere a los valores, principios y criterios que sirven de guía para la conducta humana y que se manifiesta comúnmente a través de normas que expresan un deber ser; esto es, normas cuyo origen y fundamento radica en la conciencia moral autónoma del individuo que se siente compelido a seguirlas.
En cambio, la ética (o filosofía moral) busca examinar las condiciones que debe reunir una acción humana para ser definida justificadamente como moralmente válida; esto es, como una acción humana buena o justa. Por lo tanto, para poder determinar aquello que es moral o inmoral, previamente se requiere definir cuándo un comportamiento es moralmente bueno o malo, justo o injusto.
En ese sentido, el autor en mención señala que “son dos los problemas filosóficos fundamentales que están detrás de la pregunta sobre qué es moralmente válido. (…) El primero consiste en verificar si existen criterios o procedimientos racionales para justificar la validez de los juicios de valor; es decir, si hay algún modo de demostrar que un juicio moral es válido de tal forma que esa demostración sea, en principio, asequible a cualquier persona normal que estuviera en las condiciones adecuadas. El segundo consiste en determinar cuáles son los valores o principios que permiten enjuiciar los comportamientos humanos desde un punto de vista moral, así como determinar sus implicaciones sobre materias específicas” (Bustamante, 2009:171).
En suma, concluyo el presente apartado con una referencia al profesor Oscar Ermida (2005), cuando define la relación entre la ética y la moral al establecer que la primera constituye la reflexión y el fundamento filosófico sobre el concepto del bien y del mal y sobre los valores que deben orientar a la segunda, que es -a fin de cuentas- el modo de conducirse de la conducta humana.
2. El vínculo entre la ética y el derecho
Si la ética es el examen filosófico abstracto y general sobre los valores que sustentan justificadamente que una acción humana califique como moralmente válida, y el derecho es la ciencia social que regula las acciones y conductas humanas que conviven en sociedad, resulta evidente que entre ambos conceptos existe un vínculo indesligable.
Ahora bien, así como la ética puede ser definida desde diversas perspectivas teóricas (como la idea abstracta y universal de lo bueno y lo justo, como la virtud práctica del punto medio entre dos vicios o como el equilibrio en los conflictos de interés), su vínculo con el derecho también deberá atender a las distintas concepciones o paradigmas que existan sobre él.
Por ejemplo, desde el paradigma positivista del derecho, Kelsen afirma que “el principio ético fundamental subyacente a una teoría relativista de los valores (…) lo configura el principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo, además, su exteriorización pacífica” (2000:79). Se observa en esta afirmación, de un lado, la noción de una ética como el equilibrio en los conflictos de interés: y, de otro lado, una visión del derecho cuyo objetivo esencial es garantizar la paz social a través de la norma jurídica.
En esa misma línea, Chávez-Fernández (2025) resalta que los iuspositivismos mantienen como tesis central que el derecho no requiere para su validez estar sustentado en algún sistema normativo ético o moral; sino que la relación entre el derecho y la ética está determinada por el poder y la eficacia de las normas jurídicas en una sociedad.
Desde otra perspectiva, Morales (2013) señala que la crisis del positivismo jurídico originada tras la segunda guerra mundial ha generado dos efectos concretos: (i) ha puesto en tela de juicio la tesis de la separación entre el derecho y la ética; y, (ii) ha permitido la extensión y la presencia de conceptos éticos y de valores en el análisis de los actuales sistemas jurídicos, y la centralidad e importancia de la ética en la aplicación práctica del derecho.
Según Morales (2013) se puede identificar que quienes aún reivindican el positivismo jurídico se caracterizan, sobre todo, por rechazar el objetivismo moral y el cognoscitivismo ético. Por el contrario, quienes defienden el pospositivismo como nuevo paradigma teórico de los estados constitucionales de derecho, reivindican el objetivismo moral (al menos mínimo) y el cognoscitivismo ético.
Siguiendo al citado autor, y reconociendo que no existe un significado unívoco de la expresión objetivismo moral, podemos entenderlo como la existencia de un conjunto “privilegiado” de principios éticos válidos para todos los seres humanos con independencia de cualquier contexto (se opone, por lo tanto, al relativismo moral). Por su lado, el cognoscitivismo ético supone que los juicios morales son aptos para ser calificados como verdaderos o falsos.
Ahora bien, en relación específica con cognoscitivismo ético y su vínculo con el derecho, Morales nos advierte que los juicios éticos pueden valorarse semánticamente como justificados o injustificados, pero no como verdaderos o falsos. Así, afirma que “es posible asumir criterios distintos de la verdad como correspondencia para asumir un criterio de verdad como coherencia, como consenso o como corrección procedimental. (…) En el caso de la coherencia y de la corrección procedimental, tales valores conciernen especialmente a su constitución interna y, en el caso del consenso, a su valor externo que exige el enraizamiento del Derecho en el principio democrático” (Morales, 2013: 22).
En esta misma perspectiva jurídica se ubica Chávez-Fernández, quien a su vez se refiere a la tesis de Robert Alexy según la cual todas las propuestas que buscan superar el positivismo jurídico sostienen alguna versión de la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral.
Así, señala el autor que para Alexy “el derecho tendría, en realidad, solo un rasgo esencial: su doble naturaleza. Esta estaría constituida por una dimensión ideal o moral, aspecto que se expresaría en la tesis de que todo derecho formula necesariamente una pretensión de corrección; en concreto, una pretensión de justicia material o sustantiva. Pero también estaría constituida por una dimensión real o fáctica, aspecto que se manifestaría a través de la autoridad y la eficacia social para lograr seguridad jurídica” (Chávez-Fernández, 2025:91).
Concluyo entonces el presente apartado volviendo a las reflexiones que sobre el particular ha expuesto Reynaldo Bustamante, quien sostiene que “el Derecho necesita a la moral, que la moral interactúa con el poder y que tiene un importante espacio en el Derecho, y que el poder se relaciona con ambos para hacer que lo justo sea fuerte y que lo fuerte sea además justo, a condición de respetar cada uno las reglas de juego de los otros” (2009:188).
Esta conexión indesligable entre la moral, el derecho y el poder reconoce que, a pesar de estar ciertamente interrelacionadas y compartir fines, cada noción cumple con funciones específicas: la política y el Derecho no pueden prescindir de la moral para ser moralmente correctas, ni la moral puede prescindir de la política y el Derecho si es que quiere ser fuerte y tener exigibilidad jurídica; tal distinción “pone de manifiesto que no todo lo políticamente conveniente, o jurídicamente válido, es moralmente aceptable; y que no todo lo que en política conviene, o es moralmente justo, logra ser asumido por el poder e incorporado a lo jurídico” (Bustamante,2009:189).
En suma, desde el nuevo paradigma jurídico postpositivista, el vínculo entre la ética y el derecho es efectivamente indesligable, en tanto la primera constituye el fundamento y parámetro de validez del segundo.
De este modo, asumo como premisas que sustentan el razonamiento que vengo exponiendo en el presente artículo a las siguientes: (i) existe un conjunto mínimo y privilegiado de valores éticos válidos para todos los seres humanos con independencia de cualquier contexto y que el derecho pretende garantizar; (ii) ese conjunto mínimo de valores éticos nos permite emitir juicios de valor en términos de conductas justificadas o injustificados (admitiendo la imposibilidad de hablar en términos de verdad o falsedad); y, (iii) que -finalmente- esos juicios de valor determinan la eficacia de la norma jurídica en su aplicación material a través de la ponderación, logrando así que la corrección ética se concrete en la aplicación práctica del derecho en los hechos.
III. EL FUNDAMENTO ÉTICO DE LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO DEL TRABAJO
A partir de lo expuesto hasta este punto, se puede sostener que, desde el paradigma postpositivista, la ética -en cualquiera de sus concepciones- es indesligable del derecho, pues constituye su fundamento y parámetro de validez. Dicha ética se manifiesta en lo que se denomina un “objetivismo moral mínimo”; es decir, un conjunto mínimo de valores éticos reconocidos con carácter universal que el derecho garantiza y que le permite emitir juicios de valor para calificar las acciones y conductas humanas en términos de justificadas o no. Estos juicios demandan, a su vez, un ejercicio de ponderación que permita la concreción ética en la aplicación práctica del derecho.
Sobre la base de este marco teórico de referencia, en el presente apartado presentaré una breve reseña de los principales principios del Derecho del Trabajo, y luego propondré una definición que explique e interrelacione las nociones de ética, principios y norma jurídica.
1. Los principios del Derecho del Trabajo
El profesor Barbagelata (2008) refiere que, a mediados del siglo XX, cuando el Derecho del Trabajo consolidó su autonomía técnica y docente, se empezó a buscar e identificar aquellos principios que lo inspiraban y fundamentaban, entendiendo por tales las “fórmulas” que contenían el “pensamiento rector” de la disciplina legal y que lo caracterizaban y lo diferenciaban de otras ramas del ordenamiento jurídico.
En el ámbito nacional, el Tribunal Constitucional peruano ha definido a los principios del Derecho del Trabajo como las “reglas rectoras que informan la elaboración de las normas de carácter laboral, amén de servir de fuente de inspiración directa o indirecta en la solución de conflictos, sea mediante la interpretación, aplicación o integración normativas” (fundamento 20 de la sentencia recaída en el Exp. N° 008-2005-PI/TC).
Similar definición recoge el profesor Javier Neves, quien, citando a Plá Rodríguez, concluye que “los principios son líneas directrices que informan a las normas e inspiran soluciones y sirven en diversas fases de la vida normativa” (Neves 2012:129).
A partir de estas referencias, y de la revisión de la amplia literatura especializada en la materia1, considero que los principios son proposiciones o reglas fundamentales que, inspirándose en los valores esenciales de un determinado sistema jurídico, establecen pautas de acción para resolver las distintas controversias jurídicas que se presentan en el discurrir de las normas jurídicas.
Para analizar cada uno de los principios fundamentales del Derecho del Trabajo propongo que retomemos el análisis del profesor Neves (2012), quien logra identificar la aplicación de un determinado principio en función de cada etapa de la vida normativa.
Así, por ejemplo, en el proceso de producción de las normas laborales, que corresponde al poder legislativo y -excepcionalmente por delegación- al ejecutivo, el Principio Protector debe actuar como una suerte de “faro” inspirador para el legislador.
En efecto, como señala Elgueta Navarro (2010), debemos recordar que -en última instancia- el Derecho del Estado no hace sino proteger o garantizar ciertos bienes e intereses que la sociedad ha considerado dignos de ser garantizados. Y si bien estos denominados “bienes jurídicos protegidos” han sido históricamente cambiantes, han servido para orientar al legislador conforme al “espíritu jurídico” de una sociedad en un momento determinado.
De allí que, concluye el citado autor, “todo el sistema jurídico es, pues, proteccionista en último término de la paz social y mediatamente ella lo es de la propiedad, de la seguridad, de la dignidad, del orden, de la familia, de la seguridad económica, etcétera, y es precisamente por esa idea proteccionista que la sociedad sanciona a quien atente contra su ordenamiento, no porque se haya vulnerado la norma, sino porque se ha atentado en contra del bien protegido por la norma” (Elgueta 2010:278).
Volviendo al profesor Neves (2012), en el momento en que surjan dudas respecto a la interpretación de una norma jurídica laboral, corresponde que actúe el Principio de In Dubio Pro Operario; en virtud del cual el juez debe elegir el método de interpretación (dentro de los diversos que propone la teoría general del derecho) que otorgue el significado más favorable al trabajador.
En el caso en que nos encontremos frente a hipótesis como el conflicto entre normas deberá actuar el Principio de la Norma más Favorable; mientras que en los casos de afectación de derechos reconocidos por la norma laboral actúan principios como el de la Primacía de la Realidad, la Irrenunciabilidad de Derechos o el de Igualdad y No Discriminación.
Aun cuando es pacífico en la doctrina y en la jurisprudencia admitir que los principios del derecho no requieren estar recogidos en el ordenamiento jurídico positivo para tener plena vigencia en el sistema, nuevamente coincido con el profesor Neves (2012) cuando afirma que su recepción normativa es recomendable para fortalecer y reforzar su validez.
En ese sentido es importante advertir que la Constitución Política del Perú vigente reconoce normativamente en el artículo 26 tres principios de la relación laboral: (i) la igualdad de oportunidades sin discriminación; (ii) el carácter irrenunciable de los derechos reconocidos por la Constitución y la ley; y, (iii) la interpretación favorable al trabajador en caso de duda insalvable sobre el sentido de una norma.
Sobre el particular, el Tribunal Constitucional ha sostenido que la desigualdad estructural de la relación de trabajo se manifiesta en tres planos: en el campo jurídico sustancial mediante la subordinación y los deberes imputables al trabajador; en el campo jurídico procesal, se constata la capacidad intimidatoria del empleador para desincentivar los reclamos en vía litigiosa y la extensión de la posición predominante en materia de prueba; y en el campo económico, la nota específica es que la propiedad del medio de producción corresponde al empleador mientras que el trabajador sólo cuenta con su fuerza de trabajo.
Frente a la manifiesta desigualdad estructural del contrato de trabajo, “se afirman los principios protectores o de igualación compensatoria, por el cual, reconociéndose la existencia asimétrica de la relación laboral, se promueve por la vía constitucional y legal la búsqueda de un equilibrio entre los sujetos de la misma” (fundamento 20 de la sentencia recaída en el Exp. N° 008-2005-PI/TC).
Dicho esto, me resta añadir algunas ideas para reforzar conceptualmente el que, sin duda alguna, considero el principio más relevante para el desarrollo de las relaciones laborales en el mundo del trabajo: el Principio de Igualdad y el Mandato de No Discriminación (Quiñones, 2019).
En efecto, desde el triunfo de la Revolución Francesa, a fines del siglo XVIII, la igualdad ha sido -junto con la libertad individual- uno de los pilares fundamentales sobre los que se han edificado los sistemas de derechos ciudadanos en la mayoría oría de los países occidentales. Esta noción inicial de igualdad ante la ley -entendida como una garantía de los ciudadanos frente a la actuación vertical del Estado en sus diversas facetas, sea legislando, administrando o juzgando- ha evolucionado con la noción misma de Estado.
Así, con el desarrollo y expansión de los Estados Constitucionales de Derecho, la igualdad fue concebida también como una norma social que debía ser observada por los particulares en sus distintas actuaciones, con especial incidencia en aquellos ámbitos en donde se reproducían relaciones de poder-subordinación. Esta segunda concepción -igualdad de trato- se ha complementado con la más reciente noción de igualdad de oportunidades, en la que prima la idea de revertir situaciones de desigualdad sustancial o material de ciertos colectivos, aun cuando dicha desigualdad ya esté legalmente (formalmente) proscrita.
Precisamente, uno de los ámbitos en los que la igualdad -ante la ley, de trato y de oportunidades- reviste una importancia crucial y gravitante es el de las relaciones laborales. En este ámbito aún subsisten distintas manifestaciones de discriminación, directa e indirecta. Asimismo, todavía resulta necesario remover obstáculos y estereotipos sociales que impiden alcanzar una igualdad real por motivos diversos como el género, la edad, el origen étnico o el color de la piel de las personas que trabajan (Quiñones, 2019).
En esta misma línea de razonamiento, el catedrático Miguel Rodríguez-Piñero ha afirmado que el principio de igualdad constituye, junto con el de libertad, la base de todo régimen democrático. Agrega que “la supresión de los privilegios sería el punto de origen histórico de la formulación originaria de la igualdad en el constitucionalismo liberal (…) De esta forma la igualdad aparece como principio y premisa fundamental derivada de la propia libertad, (…) como una prerrogativa esencial de la naturaleza humana y puesta en conexión con la libertad del hombre: todos los hombres son igualmente libres, cabría decir, y, por ello, gozan de los mismos derechos” (1979:381).
Recapitulando lo expuesto hasta aquí, tenemos que la ética y el derecho son nociones indesligables, en tanto la primera fundamenta y otorga el parámetro de validez al segundo. Dicho fundamento ético se basa en la existencia de un conjunto mínimo de valores aceptados por todos que el derecho garantiza y que le permite emitir juicios de valor para calificar las acciones y conductas humanas en términos de justificadas o no.
Siendo consecuente con esas premisas, y conforme a lo reseñado en el presente apartado, los Principios del Derecho del Trabajo constituyen pautas de acción o reglas fundamentales que permiten resolver las distintas controversias que se presentan en la “vida” de las normas jurídicas, y que se inspiran en un conjunto mínimo de valores garantizado por un determinado sistema jurídico: la dignidad libre de la persona que trabaja y la igualdad material y de oportunidades que permita alcanzar la justicia social.
2. Una propuesta conceptual: + ética + principios + normas
En apartados precedentes cité a Reynaldo Bustamante (2009), cuando afirma que los problemas filosóficos fundamentales detrás de la pregunta “¿qué es moralmente válido?”, son dos: (i) ¿existen criterios o procedimientos racionales para justificar la validez de los juicios de valor con carácter absoluto?; y, (ii) ¿cuáles son los valores que permiten enjuiciar los comportamientos humanos desde un punto de vista moral?
En este apartado me interesa retomar lo expuesto por el citado autor en relación con la segunda de las preguntas planteadas; cuando señala que las sociedades herederas de la ilustración y de la modernidad reconocen como valores fundamentales en el plano filosófico a la racionalidad, la dignidad del ser humano, la emancipación del individuo y el cosmopolitismo; mientras que en el plano jurídico-político, esos valores son “el de libertad, igualdad, solidaridad y seguridad” (Bustamante, 2009:171).
Similar postura ha sido adoptada por Rodríguez-Piñero (1979) al afirmar que el principio de igualdad y el de libertad constituyen la base de todo régimen político democrático y de los sistemas jurídicos de corte constitucional liberal; aunque se advierte en el autor un interesante matiz al sostener que entre ambos valores superiores hay una conexión conceptual, al punto que el principio se definiría del siguiente modo: todos los hombres son igualmente libres y, por ello, gozan de los mismos derechos.
Ahora bien, siendo que los valores de igualdad y libertad -sobre todo- constituyen el objetivismo ético mínimo de todo sistema jurídico que califica como Estado Constitucional de Derecho, corresponde entonces evaluar cómo ese parámetro ético general aterriza y toma forma a través de los principios específicos del Derecho del Trabajo.
A tal efecto, me remito al análisis propuesto por Oscar Ermida (2005), para quien todas las relaciones laborales son vínculos que se basan y funcionan de acuerdo a una ética que tiene a la justicia y a la dignidad como sus axiomas incondicionales; ética que, a su vez, impide que las relaciones laborales sean concebidas como meras transacciones mercantiles en un mercado de trabajo.
Según Ermida, la ajenidad es un elemento estructural de la relación laboral y de todo el derecho del trabajo, que no solo explica su funcionamiento, sino que además justifica que el trabajador está subordinado al empleador: solamente porque hay ajenidad de frutos y riesgos, es que resulta éticamente admisible la existencia de un poder privado que subordine la voluntad de un sujeto (trabajador) a la de otro (empleador).
A mayor abundamiento, el profesor uruguayo afirma que “si capital y trabajo concurren a la producción, lo natural y razonable es que los frutos de la misma se distribuyeran proporcionalmente. ¿Por qué razón no es así? La respuesta está en la asunción total de los riesgos por el empleador, que es el único sustento ético de la apropiación total del excedente por el capital. En efecto, la única razón por la cual el capital puede apropiarse legítimamente de todas las ganancias y dejar al trabajador solamente el salario pactado, es que el capital ha asumido la totalidad de los riesgos de la empresa” (Ermida, 2005:238).
Para Ermida (2005) los valores de justicia, equidad e igualdad configuran el “contenido ético básico” del Derecho del Trabajo y son, simultáneamente, su razón de ser y finalidad. A su vez, estos valores específicos de la disciplina laboral derivan del gran principio ético de la dignidad del ser humano, del cual derivaría el valor de la justicia como principal virtud social. En este marco conceptual, la finalidad del Derecho del Trabajo es tutelar al más débil y con ello realizar la igualdad, con la cual se alcanza tanto el valor de la dignidad como el de la justicia igualitaria.
En definitiva, concluye el autor que los principios básicos de Derecho del Trabajo tienen un evidente y profundo contenido ético, destacando entre ellos “el principio de justicia social, del cual derivan las nociones de equidad, protección, igualdad y desmercantilización del trabajo; la noción de orden público laboral y la preminencia de los derechos humanos; el principio general de buena fe; y el ya referido principio de asunción total de los riesgos por el empleador (ajenidad), del cual deriva el instituto de la subordinación del trabajador” (Ermida, 2005:241).
Complementando esta mirada, considero indispensable remitirme al trabajo de Alfredo Villavicencio (2019), cuando afirma que “el alma” del derecho del trabajo se encuentra plenamente identificada con la ética en dos ámbitos claramente observables. En primer lugar, se vincula con los pilares básicos del Estado Constitucional de Derecho; esto es, con la defensa y garantía efectiva de los derechos fundamentales, tanto los propiamente laborales como los denominados inespecíficos.
Efectivamente, explica Villavicencio que, en cumplimiento de esa labor de vigencia plena de los derechos fundamentales, el derecho del trabajo otorga contenido sustantivo a la democracia, al exigir la consecución de igualdad efectiva en las relaciones laborales y, con ello, fortalecer y proteger el ámbito de libertad de los trabajadores.
En segundo lugar, el derecho del trabajo se encuentra plenamente identificado con la ética desde el plano de la garantía y pleno respeto a la dignidad de las y los trabajadores. Por ello, el autor sostiene que el carácter tuitivo del derecho del trabajo está en el núcleo del Estado Constitucional de Derecho, y, por tanto, “siendo tan relevante la esfera axiológica de esta formación política, su desconocimiento entraña no solo una vulneración jurídica sino además una agresión clara a los principios y valores que dan sustento a las regulaciones constitucionales. Se trata, pues, de garantías sociales y políticas que permiten el acceso a condiciones mínimas de vida y de democracia, cuyo desconocimiento o afectación hiere los fundamentos básicos de la vida civilizada” (Villavicencio, 2019:58).
Entonces, vuelvo a la pregunta inicial del presente apartado: ¿cuáles son los valores que permiten enjuiciar los comportamientos humanos desde un punto de vista moral? O, más específicamente, ¿cuáles son los valores comprendidos en ese “núcleo u objetivismo ético mínimo” que permiten al Derecho de Trabajo calificar las acciones y comportamientos humanos en el mundo del trabajo como justificados o no?
Sobre la base de la literatura especializada analizada para el presente artículo, y desde mi propia convicción y reflexión ética, propongo que el conjunto mínimo y privilegiado de valores éticos válidos para el Derecho del Trabajo incluye necesariamente -aunque no se deba limitar a ellos- a la dignidad del ser humano, a la igualdad material y a la justicia social.
Estos valores, admitidos como válidos con carácter general para un sistema jurídico que se reconoce como Estado Constitucional de Derecho, inspiran y se traducen en Principios del Derecho del Trabajo; es decir, proposiciones o reglas que establecen pautas de acción para resolver las distintas controversias jurídicas que se presentan en las diversas etapas de creación y aplicación de las normas jurídicas en la realidad; determinando con ello los parámetros de validez para calificar como justificadas o no las acciones y comportamientos humanos en el mundo del trabajo.
Por último, esos juicios de valor sobre las acciones y comportamientos humanos en el mundo del trabajo se deben traducir en normas jurídicas positivas, las que, a su vez, demandarán una adecuada ponderación que busque legitimar la eficacia y validez del Derecho del Trabajo en su aplicación material a la realidad.
Esta vinculación conceptual debería conducir -al menos teóricamente- a un sistema en el que la mayor reflexión ética sobre los valores que como sociedad convenimos alcanzar y respetar nos conduzca al diseño y elaboración de mejores principios, y estos, a su vez, garanticen la producción, aplicación y ponderación de mejores normas jurídicas que regulen las relaciones jurídicas laborales; vinculación teórica que se puede expresar en el siguiente gráfico:
Gráfico N° 1
Relación conceptual valores – principios – normas
Fuente: cfr. bibliografía citada.
Elaboración: propia
IV. IMPORTANCIA DE LA REFLEXIÓN ÉTICA EN EL MUNDO DEL TRABAJO ACTUAL
A partir de la línea argumentativa expuesta en los apartados precedentes, resulta evidente que la reflexión ética es el punto de partida indispensable para que -a nivel individual y social- aspiremos a vivir conforme a un mínimo de valores compartidos y garantizados a través de principios rectores y normas jurídicas positivas.
Esta conclusión se reafirma con lo sostenido por el profesor Fidel Tubino, cuando señala que “mientras que las virtudes cívicas y ciudadanas no sean cultura cotidiana y los responsables de hacer cumplir las leyes no sean éticamente justos, los procedimientos justos continuarán siendo potenciales mecanismos desnaturalizados de reproducción de las injusticias. La necesidad de hacer de la justicia una virtud de las personas en la vida cotidiana no debe, sin embargo, llevarnos a rechazar la necesidad de hacer de la justicia una virtud también de las instituciones. Ambas se complementan” (2017:15).
En esa misma línea, el autor citado afirma que la justicia es necesariamente consustancial al desarrollo, entendido este como un proceso continuo de ampliación de libertades; por lo tanto, un proceso de desarrollo humano que sea injusto es un contrasentido: o es justo o no es desarrollo humano. De allí que, “cuando en nombre del desarrollo se ejecutan políticas de crecimiento económico sin disminución de las asimetrías de origen, el «desarrollo» se convierte en un concepto ideológico que justifica la reproducción de la injusticia” (Tubino, 2017:13).
Entonces, si resulta evidente que la reflexión ética es indispensable para que los seres humanos vivamos en una sociedad de valores compartidos, en la que el desarrollo económico sea -efectivamente- un proceso continuo de ampliación de libertades y de justicia social, ¿por qué dicha reflexión está, peligrosa y recurrentemente, ausente en la adopción de decisiones individuales y de política pública?
Como muestra de esta peligrosa ausencia de reflexión ética individual que se expresa en la esfera pública, Eduardo Dargent (2025) nos alerta respecto a la precaria situación moral del Perú actual, en la que nuestro país parece un “páramo de ideas”, una tierra baldía en propuestas de reformas democrática e igualitarias; un país en donde prima el interés particular y cortoplacista, y la política es concebida solo como un medio de enriquecimiento y acumulación de poder.
Así las cosas, en los apartados siguientes buscaré formular un ensayo de respuesta a esta ausencia de reflexión ética con particular énfasis en el ejercicio del derecho, y posteriormente identificar algunos de los retos éticos actuales que presenta el mundo del trabajo contemporáneo que harían urgente retomar (o empezar con) dicha reflexión.
1. ¿Por qué nuestro análisis jurídico no incorpora (casi nunca) la dimensión ética?
Intentar responder esta pregunta me permite proponer dos enfoques: uno abstracto desde la mirada de una persona en general, y el otro desde la mirada específica y concreta del ejercicio profesional jurídico.
Para el primer enfoque resulta más que pertinente citar el trabajo de Michel Foucault (2010), quien tras una ardua y profunda reevaluación del pensamiento político griego antiguo, concluye que el problema del gobierno de los hombres (politeia) depende a fin de cuenta de la constitución ética de un sujeto (ethos) que pueda hacer valer en él mismo y frente a los demás la diferencia de un discurso de verdad (aletheia).
De ahí que, para el profesor Foucault (2010) la constitución ética de uno mismo no solo supone la adquisición de una serie de conocimientos vinculados a verdades fundamentales sobre el mundo, la vida, el ser humano; sino también verdades prácticas sobre lo que conviene hacer en tales o cuales circunstancias: lo que uno es capaz de hacer, el grado de autonomía que ha alcanzado, los progresos que debe hacer y los que le quedan por hacer.
Esta constitución ética en doble sentido sólo encuentra fundamento en el coraje de la verdad (parrhesia): “el coraje de decir la verdad a aquel a quien se quiere ayudar y dirigir en la formación ética de sí mismo, y el coraje de manifestar frente a todo y contra todo, la verdad sobre sí mismo, mostrarse tal cual uno es (…) la exigencia del coraje de decir, manifestar la verdad” (Foucault, 2010:349-350).
Desde este enfoque se puede concluir que la ausencia de una reflexión ética personal conduce lamentablemente a la inexistencia de una moral práctica en el desempeño de nuestras conductas cotidianas individuales.
Esta falta de constitución ética -teórica y práctica- impide que cada individuo se desarrolle en sociedad con el necesario coraje de decir la verdad, lo que inevitablemente conlleva a que la conducción política del gobierno en conjunto carezca de referentes y parámetros de validez ética mínimos que los autorregulen.
Un segundo enfoque para la pregunta que encabeza el presenta apartado se encuentra en las reflexiones del profesor Manuel Atienza (2015), quien señala que el concepto de “buen” profesional (entendido como un profesional excelente o ejemplar) no puede apelar únicamente la conformidad de su comportamiento con las con normas jurídicas positivas (vr.gr.: no cometer delitos o infracciones sancionadas jurídicamente), sino que dicho comportamiento debe regirse por el conjunto de “normas ideales” que pertenecen al universo de la ética.
Así, la excelencia profesional sería una virtud que excede ampliamente lo que el Derecho puede exigir del comportamiento de alguien, y solo puede ser evaluada a partir de la reflexión ética y del parámetro de sus valores.
En dicho contexto, Atienza (2015) identifica como una tesis que explicaría la ausencia de la dimensión ética en la evaluación de las conductas y desempeños profesionales de los abogados y abogadas, a aquella que niega el carácter éticamente conflictivo de la abogacía y releva a último término cualquier posible reflexión ética sobre ella. La idea central para esta tesis -que Atienza denomina “concepción ingenua”- es que un juez, un fiscal o un abogado “excelente” sería aquel cuya conducta es plenamente compatible con los deberes jurídicos positivos vigentes, con total prescindencia de evaluaciones éticas en su conducta.
Para el citado autor, el origen del escepticismo ético que subyace a esta teoría sería la tendencia a pensar que los principios éticos son absolutos y, por tanto, que en determinadas circunstancias cumplir con ellos llevaría a consecuencias inasumibles; así, “el escéptico concluye que la moral no tiene más que un alcance subjetivo o relativo: no hay principios morales objetivos, dictamina, sin darse cuenta de que hablar de principios objetivos no significa lo mismo que hablar de principios sin excepciones o sin modulaciones” (Atienza, 2015:18).
Como señalé previamente, desde el nuevo paradigma postpositivista -defendido, precisamente, por el profesor Atienza- existen razones teóricas para descartar este escepticismo ético de la profesión legal, pues aunque es discutible admitir la existencia de valores o principios éticos con carácter absoluto y universal siempre y en todos los casos, sí es admisible sostener la existencia de un objetivismo ético mínimo que incluye principios que pueden tener modulaciones y ponderaciones en relación con situaciones diversas.
Precisamente, las reflexiones que he venido reseñando concluyen con la afirmación de que la posición éticamente deseable es la del “abogado moralista”, entendiendo por tal “el abogado que es consciente de que se pueden cometer acciones gravemente inmorales sin infringir el Derecho o, mejor dicho, haciendo uso del mismo; y que quien contribuye a esos males no puede justificar su conducta alegando que se limita a defender los intereses de su cliente o a hacer posible su autonomía o que, simplemente, desarrolla un rol profesional” (Atienza, 2015:21).
En suma, ya sea que como sociedad contemporánea hemos relegado la reflexión ética a un lugar totalmente residual en nuestra vida cotidiana, y con ella al coraje de decir la verdad y de nuestro involucramiento ético en la cuestión política; o que, en el ámbito específico del ejercicio profesional primen las posturas que niegan el carácter éticamente conflictivo de la abogacía; lo cierto es que la ausencia de una reflexión ética en nuestro análisis supone un potencial peligro frente a los conflictos o dilemas éticos que paso a explicar en el siguiente apartado.
2. Conflictos éticos actuales (y algunos no tanto) en las relaciones laborales
Empiezo este apartado final refiriéndome, en primer lugar, a algunos de los conflictos o dilemas éticos que el mundo laboral actual nos viene mostrando en este primer cuarto del siglo XXI; en segundo lugar, recordaré algunos de los viejos retos éticos que las relaciones laborales mantienen aún presentes en la actualidad.
Sobre lo primero, es inevitable aludir a la Inteligencia Artificial – IA y a su irrupción en el mundo del trabajo. En efecto, la aplicación y el uso de sistemas de IA en el mundo del trabajo asalariado es una realidad, y en el Perú no existe un marco regulador que brinde algún nivel de certeza a los empleadores ni a los trabajadores o a sus organizaciones en relación con los beneficios, obligaciones y responsabilidades derivadas de riesgos que puedan generarse en el ámbito de las relaciones laborales (Quiñones, 2024).
Por ello, los retos que la IA impone al mundo del trabajo son apremiantes. Se requiere la implementación de un marco regulatorio oportuno, pertinente y de calidad; que el Estado, las empresas privadas y los trabajadores y sindicatos pongan en marcha programas de perfeccionamiento y reconversión profesional que permitan una transición ordenada hacia la IA; y, sobre todo, fomentar investigaciones que analicen el impacto actual de la IA en el ámbito laboral y anticipen tendencias y desafíos futuros.
En particular, me interesa resaltar que, pese a que existe una creencia generalizada de que los sistemas de IA son neutrales, precisamente por no ser humanos; la realidad es que ningún sistema de IA puede ser neutral, ya que siempre se construye a partir de datos o de conocimientos generados por seres humanos, quienes nunca son neutrales. Como recuerda la UNESCO (2024), la falta de neutralidad no solo es un riesgo, sino un peligro real que puede llevar a representaciones de la realidad y resultados de los sistemas de IA profundamente sesgados.
De hecho, la Comisión Europea (2020) advertía que, si bien los prejuicios y la discriminación eran riesgos inherentes a toda actividad humana y que la toma de decisiones de las personas no es ajena al error ni a la subjetividad, en el caso de la IA esta misma subjetividad puede tener efectos mucho más amplios y discriminar a un mayor número de personas sin que existan mecanismos como los de control social que rigen el comportamiento humano.
Este riesgo ético de sesgo que la IA puede introducir en las decisiones propias del ámbito de dirección del empleador se traduciría, por ejemplo, en las decisiones para fijar los requisitos para una convocatoria de empleo, para contratar o no a una persona, para asignarle un determinado salario, para promoverla en el empleo o para despedirla.
A ello se suma el potencial riesgo de que la IA termine automatizando muchísimos de los procesos o etapas productivas de diversas industrias o actividades productivas, generando el temor cada vez más extendido de un fenómeno creciente de desempleo masivo, con las consecuencias negativas que ello conllevaría en el plano social, político y, por supuesto, ético también.
Resta añadir en este tema que el uso de la IA, que se suma al de las plataformas sociales y tecnologías de la información y comunicación, como herramientas de control y fiscalización de la prestación personal laboral lleva implícita también la necesaria reflexión sobre sus límites legales, pero también éticos: por ejemplo, ¿hasta qué punto es válido (legalmente) y ético invadir la privacidad de los trabajadores?, o ¿cuál es (o debería ser) la implicancia legal y ética en el mundo laboral de las decisiones u opiniones que las personas expresen en el mundo virtual?
Por último, otro aspecto que plantea cuestiones éticas sobre las cuales reflexionar, aunque no esté tan en boga como la IA, es el de la Responsabilidad Social Empresarial – RSE. Ciertamente, como lo recuerdan Belmont y Hessling (2024), a partir de la etapa de flexibilización del capital durante los ochenta y noventa, se reeditó el discurso sobre desarrollo a partir de dos nociones: sustentabilidad y capital humano, los que tuvieron una importante injerencia en la posterior configuración de las políticas de RSE. En otras palabras, el concepto de RSE pretendería sofisticar el vínculo entre empresa, estado y sociedad a partir de una ética empresarial asociada a la sostenibilidad y al capital humano.
Así, señalan los autores, “ambas nociones permitieron incorporar una cierta ética empresarial que considera válida la lógica de maximización de ganancias dentro de un mundo cada vez más globalizado y neoliberal. Ética que termina dando lugar a la RSE en forma de políticas empresariales con fines predominantemente sociales” (Belmont y Hessling, 2024:2).
Ahora bien, respecto a los que he denominado “viejos retos éticos” aún presentes en la actualidad, el profesor Oscar Ermida advertía ya que estamos viviendo en un mundo de relaciones laborales inestables y precarias, en el que la individualización, la insolidaridad y la exclusión son la regla; pero, lo más alarmante es que “este bajo contenido ético de la precariedad laboral y de la individualización de las relaciones laborales lleva a su vez al cuestionamiento o negación de la justicia social y de la protección del más débil, bases fundamentales, tanto de la desmercantilización del trabajo como del Derecho Laboral y de la Seguridad Social, instrumentos, a su vez centrales, del Estado Social de Derecho” (Ermida, 2005:230).
Por su parte, y siguiendo la misma línea de reflexión, Antonio Ojeda (2009) efectúa un análisis detallado de diversos sistemas o modelos de relaciones laborales y de lo que denomina la “ética del trabajo” que los sustenta u orienta; entendiendo por ella el imperativo categórico o modelo de comportamiento seguido en las relaciones laborales por un grupo de países determinados. Dentro de estos diversos modelos que analiza y detalla, me interesa traer a colación aquí el denominado “modelo tántalo”.
Según el profesor español, dicho modelo corresponde a las peyorativamente llamadas “repúblicas bananeras”, que se caracterizan por sociedades invertebradas con gobiernos distanciados de la ciudadanía y dispuestos a agradar al poder económico internacional, y la presencia de unas empresas multinacionales favorables a invertir en el país a condición de disfrutar de un estatus laboral privilegiado.
Lo realmente alarmante de este modelo es que, como afirma Ojeda (2009), la legitimación ética utilizada es de tipo “patriótico” y tiene dos componentes: (i) la doctrina de la “salvación nacional” y el “sacrificio necesario”, según la cual los gobiernos de países empobrecidos claman por atraer inversores extranjeros para poner en marcha una economía pujante, y para ello es necesario el sacrificio de los trabajadores, para mejorar el nivel de vida del conjunto; y, (ii) la teoría de que la empresa tiene como misión crear empleo aunque sea a costa de los derechos fundamentales de los trabajadores.
De este modo, el “viejo” conflicto ético de la cuestión social se hace nuevamente evidente: “enfrentada a la alternativa entre dos graves males, ya el desempleo masivo, ya la negación de derechos, la opinión pública local se vence hacia privilegiar lo que parece menos grave, el empleo precario incluso como working poors, como trabajadores con ingresos por debajo del nivel de pobreza, y extiende incómoda un tupido velo sobre los incumplimientos de derechos fundamentales y humanos, si con ello el grueso de la población queda empleada” (Ojeda, 2009:31).
Para concluir, Alfredo Villavicencio (2009) ratifica que, como individuos y como colectivo, enfrentamos un problema ético de máxima relevancia cuando modelos económicos y productivos como el descrito previamente son fomentados y aplaudidos desde el Estado y desde ciertos sectores de la sociedad; en la medida en que ello contrasta y se opone claramente con la razón de ser y los principios éticos del Derecho del Trabajo.
En suma, sobre la base de los argumentos que he expuesto en el presente apartado, me es posible concluir que -efectivamente- la reflexión ética es crucial para que -a nivel individual y social- aspiremos a que el mundo del trabajo actual comparta un mínimo de valores que sean garantizados a través de principios rectores y normas jurídicas positivas.
Esta crucial importancia es incluso mayor cuando, sea porque la hemos relegado como sociedad o porque prima una escisión entre la moral y del ejercicio del derecho, resulta evidente que la ausencia de una reflexión ética en nuestro análisis jurídico y político supone un potencial peligro frente a los dilemas éticos que toca enfrentar en las relaciones de trabajo actuales, tales como el riesgo de sesgo de la IA, el potencial desempleo masivo que esta pueda generar, los límites difusos entre el mundo real y el virtual, y, en general, los modelos económicos y políticos que mercantilizan el trabajo y generan empleos precarios en desmedro de los derechos fundamentales laborales.
V. REFLEXIONES FINALES
La tesis postpositivista o neoconstitucionalista que propone un nuevo paradigma jurídico que supere el positivista ha desarrollado categorías conceptuales que enfatizan la dimensión ética, moral y sustantiva de los Estados Constitucionales de Derecho. Dentro de esas categorías conceptuales se encuentran los principios del derecho.
Desde el nuevo paradigma jurídico postpositivista, el vínculo entre la ética -entendida como reflexión y fundamento filosófico sobre el concepto del bien y del mal y de los valores- y el derecho es indesligable, en tanto la primera constituye el fundamento y parámetro de validez del segundo.
Dicho fundamento ético se basa en la existencia de un conjunto mínimo de valores aceptados por todos y que el derecho garantiza, y que le permite emitir juicios de valor para calificar las acciones y conductas humanas en términos de justificadas o no. Estos valores, admitidos como válidos con carácter general para un sistema jurídico que se reconoce como Estado Constitucional de Derecho, son los siguientes para el ámbito del trabajo: la dignidad libre de la persona que trabaja y la igualdad material y de oportunidades que permita alcanzar la justicia social.
En ese sentido, los Principios del Derecho del Trabajo constituyen proposiciones o reglas que, inspiradas en aquel conjunto mínimo de valores, establecen pautas de acción para resolver las distintas controversias jurídicas que se presentan en la creación, aplicación y juicio de las normas jurídicas en la realidad; determinando con ello los parámetros de validez para calificar como justificadas o no las acciones y comportamientos humanos en el mundo del trabajo.
Por último, esos juicios de valor sobre las acciones y comportamientos humanos en el mundo del trabajo se deben traducir en normas jurídicas positivas, las que, a su vez, demandarán una adecuada ponderación que busque legitimar la eficacia y validez del Derecho del Trabajo en su aplicación material a la realidad.
Esta vinculación conceptual debería conducir -al menos teóricamente- a un sistema en el que la mayor reflexión ética sobre los valores que como sociedad convenimos alcanzar y respetar nos conduzca al diseño y elaboración de mejores principios, y estos, a su vez, garanticen la producción, aplicación y ponderación de mejores normas jurídicas que regulen las relaciones jurídicas laborales.
Finalmente, y no por ello menos relevante, se advierte que pese a lo crucial que resulta la reflexión ética, es evidente su ausencia en los planos individual y social de la vida política en nuestro país y del ejercicio profesional también. Esto supone un potencial peligro frente a los grandes dilemas éticos que toca enfrentar en las relaciones de trabajo del mundo actual.
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[1] Cfr.: Barbagelata, 2008; Boza, 2019; Ferrajoli, 1999; Neves, 2012; Pérez-Luño, 2005, entre otros autores.